La aparente calma que vive el mercado petrolero en 2025 podría inducir a una falsa sensación de estabilidad. El más reciente Short-Term Energy Outlook de la EIA (mayo 2025) proyecta una tendencia a la baja en los precios del crudo para los próximos dos años. Según la agencia estadounidense, el Brent promediará $66 por barril este año y caerá a $59 en 2026. El WTI sigue una trayectoria similar. Si bien estas cifras pueden parecer razonables para quienes priorizan la previsibilidad macroeconómica, tras ellas se esconden tensiones estructurales, desequilibrios geopolíticos y riesgos estratégicos subestimados.
El primer factor que explica esta baja es el incremento sostenido de la producción de crudo por parte de países no OPEP+, especialmente en Norteamérica, Guyana y Brasil. La EIA estima que estos actores añadirán entre 1.3 y 1.4 millones de barriles diarios en 2025 y 2026. Este fenómeno —alentado por inversiones previas, mejoras tecnológicas y expectativas de recuperación post-pandemia— ha reconfigurado la oferta global. Sin embargo, el aumento de producción no significa necesariamente mayor seguridad energética. De hecho, podría agravar la fragmentación del mercado.
La OPEP+ enfrenta una paradoja: mantener los recortes para sostener precios sin ceder demasiada cuota de mercado a sus competidores. Según el mismo informe, aunque se espera una leve alza en su producción, los niveles seguirán por debajo de sus objetivos declarados. El cartel camina por la cuerda floja entre disciplina interna y presión externa. La prolongación de esta estrategia no está garantizada, y cualquier ruptura interna podría traducirse en un nuevo ciclo de sobreoferta y volatilidad.
A este panorama se suma la creciente incertidumbre comercial y política. Las tensiones entre Estados Unidos y sus socios en Asia, el efecto de posibles aranceles sobre bienes estratégicos, y la fragmentación de las cadenas de suministro globales afectan indirectamente los mercados energéticos. La volatilidad proyectada por la EIA no es un efecto colateral, sino una consecuencia directa de un entorno internacional donde los equilibrios multilaterales son frágiles y las guerras —económicas, tecnológicas o convencionales— tienen impacto inmediato en el precio del barril.
Lo preocupante es que esta tendencia descendente de precios podría desincentivar inversiones necesarias en exploración, infraestructura y transición energética. Mientras los gobiernos enfrentan presiones fiscales y sociales, y las grandes empresas ajustan sus márgenes, el riesgo es que el corto plazo imponga su lógica, dejando de lado la planificación estructural que el sector energético requiere. Peor aún: si los precios siguen cayendo por debajo del umbral de rentabilidad de muchos productores medianos, podríamos ver un proceso de concentración con efectos geopolíticos impredecibles.
En suma, el petróleo en 2025 navega aguas relativamente tranquilas, pero bajo la superficie persisten corrientes profundas. No estamos ante una nueva era de estabilidad, sino frente a una tregua condicionada por decisiones tácticas, incertidumbres estructurales y una transición energética que avanza sin rumbo claro. Interpretar correctamente las señales del mercado no es solo una cuestión de técnica económica, sino de lectura estratégica. Y el mensaje que nos deja el informe de la EIA es claro: la calma, esta vez, podría ser apenas el preludio de una nueva tormenta.